Prey no es una película que deba ver todo el mundo. En particular, los de estómago delicado y especialmente los que no toleren la violencia animal, podéis parar aquí. Aunque el título no lo deje absolutamente claro, Prey es la última entrega de las pelis de Predator y por tanto, se viene a lo que se viene.
Debo admitir que las malas críticas me han espantado de las entregas posteriores a Predator 2, de 1990, así que no os podré hacer valoraciones sobre el encaje dentro de la saga. Si puedo decir que como mínimo está al nivel de las dos primeras- que sin ser maravillas, son entretenimiento con oficio. Además, encuentra un excelente punto de partida: colocar al depredador en América a principios del siglo dieciocho, en (auténtico) territorio comanche. Conseguir emoción poniendo al (auténtico) bicho que desayunaba soldados con ametralladoras contra unos con arcos y flechas es bastante complicado, pero los guionistas, aunque obviamente no pueden hacer milagros, casi crean un equilibrio medio creíble.
En gran parte gracias a la prota, Amber Midthunder, que un porcentaje significativo de lectores la recordará como la parte mamporreante de los Loudermilk en Legion. Aquí completa su postulado a heroína de acción, en gran medida mirando intensamente a la cámara durante un tercio de la película. En otro tercio se dedica a molar, dejando el otro tercio al bicho y unos cuantos secundarios bastante bien encontrados (en especial el perro y el hermano).
Por lo demás, los efectos impactan sin chirriar casi en ningún momento, las escenas de acción son contundentes, imaginativas y claras, y hasta hay un guion con unos cuantos chascarrillos y hasta desarrollo de personajes.
Lo dicho, si queréis un poco de ultraviolencia de la mano de Disney, ahí está Amber Midthunder afilando su hacha.
(Por cierto, que tomen nota otras sagas ochenteras de las posibilidades de ambientar una entrega completamente en una época pasada. Sí, te estoy mirando a tí, Los Inmortales...)